Universidad de la Marina Mercante
Facultad de Humanidades
Carrera: Licenciatura en Psicología
Asignatura: Cultura y Subjetividad
Trabajo Práctico: La introducción de la mujer en el mundo laboral ¿fue una decisión de la mujer?
Docente Titular: Mag. Romelia Sotelo
Alumnas: Mariana Zaccardi
Cecilia Burgos
Viviana Cornaccya
Curso: Primer cuatrimestre de 2011 – Turno mañana.
INTRODUCCIÓN
El presente trabajo surge a partir de un interrogante: La introducción de la mujer en el mundo laboral ¿fue una decisión de la mujer misma, fundamentada en sus necesidades, en un intento de lograr una igualdad entre sexos, o por el contrario fue empujada, expulsada del hogar, por una situación económica mundial que la necesitaba en los puestos de trabajo?
Este interrogante nos servirá de guía en el desarrollo de nuestro trabajo que tendrá como eje los cambios que durante el último siglo tuvieron como protagonista a la mujer y las consecuencias que éstos tuvieron sobre la sociedad patriarcal, siempre desde el punto de vista de la diferencia de géneros.
Es por esta razón que comenzaremos definiendo género y exponiendo brevemente las características de la sociedad patriarcal.
El género es un concepto cultural que alude a la clasificación social en dos categorías: lo masculino y lo femenino. Es una construcción de significados, donde se agrupan todos los aspectos psicológicos, sociales y culturales de femineidad-masculinidad. Por lo tanto, la acción de la sociedad es definitiva para su aprendizaje y desarrollo.
Las investigaciones comparativas entre adolescentes de las Islas de los Mares del Sur y de los Estados Unidos que realizó la antropóloga Margaret Mead a mediados del siglo XX, revelaron que es la sociedad la que enseña a sus miembros a comportarse como hombres o como mujeres y que este comportamiento cambia de acuerdo con la época y lugar en que se vive. Los niños conocen y distinguen lo femenino y lo masculino a través de los signos y de los símbolos.
De lo precedente se deduce que pertenecer al género masculino o femenino no está determinado sólo por factores biológicos, sino que el hecho de ser varón o mujer depende también y, en gran medida, del entorno socio-cultural que rodea al sujeto.
El género es, por lo tanto, una construcción simbólica y como tal, susceptible de cambios, de transformaciones a lo largo de la historia y con características propias de acuerdo al tipo de sociedades que se dan en cada cultura.
Por lo tanto el género, producto de una construcción sociocultural, responde a las necesidades y a los intereses de un mecanismo de control de los individuos, y de una reproducción de las estructuras de poder. La categoría mujer se conceptualiza en tanto que opuesta a la categoría hombre, formando así un binomio, mutuamente excluyente. Bajo este paradigma se vuelven invisibles las opresiones que se dan cuando las personas no reproducen exactamente los esquemas preestablecidos, los estereotipos, limitando así la diversidad de las expresiones sexuales y de género, omitiendo y dejando al margen fenómenos como la transexualidad.
La sociedad patriarcal tan afianzada en el mundo occidental a fines del siglo XIX estaba sustentada sobre la base de una estructura familiar “autoritaria” en la que el varón era el “jefe de familia”, cuya función principal era la de protector-proveedor mientras que la mujer, subordinada a su autoridad, estaba confinada y dedicada al hogar y la crianza.
Esta ideología tendría un modelo de lo que era ser un hombre y una mujer en una sociedad en la que la que todos los privilegios eran para el varón. La mujer no podía vender ni comprar nada sin el consentimiento del marido, no votaba ni participaba en lo público, etc.
Pero en la actualidad, estos modelos estereotipados parecen no tener la misma vigencia por los profundos cambios sociales y económicos que se han producido a lo largo de los últimos cien años.
En una sociedad con tales características no es posible hablar de equidad de género, tomando equidad como la igualdad del hombre y la mujer en el control y el uso de los bienes y servicios de la sociedad, y es justamente esta inequidad, sustento de esta estructura “autoritaria”, que en el siglo XX se produce una división incesante entre la autoridad y la libertad, el apego y la autonomía, la represión y el deseo.
DESARROLLO
La mujer, hasta comienzos de la Primera Guerra Mundial, había estado relegada a los trabajos hogareños, y su principal función consistía en la crianza de los hijos.
En el campo laboral, la Revolución Industrial significó un retroceso, ya que antes las labores artesanales en las viviendas, llevaban a las mujeres a participar de la producción económica. Así fue como el siglo XIX encontró a la mujer confinada en su hogar. Pero esta situación se revertiría casi un siglo después cuando, al estallar la Primera Guerra Mundial, los hombres partieron al frente, hacia los campos de batalla, y miles de puestos de trabajo quedaron vacantes. Ante esta situación las mujeres fueron llamadas a asumir trabajos y responsabilidades que antes no habían estado disponibles para ellas. Las mujeres fueron llamadas al trabajo fuera del hogar para contribuir económicamente al desarrollo de la nación.
Ya en el pasaje del modelo agrícola-rural y artesanal al modelo industrial, como resultado de la Primera Revolución Industrial (1750) tuvo como una de sus consecuencias principales la desaparición de la familia como unidad de producción, la separación entre trabajo reproductivo y productivo y el desplazamiento del lugar de trabajo desde el hogar al taller o la fábrica. El trabajo a cambio de un salario, propio del nuevo sistema económico, no modificó en un primer momento, sin embargo, la participación de todos los miembros de la familia, adultos y niños, varones y mujeres, en el proceso productivo tal como era habitual en los siglos anteriores.
Así fue como un total 1.345.000 mujeres en Francia, Gran Bretaña y Alemania obtuvieron, durante la Primera Guerra Mundial, nuevos trabajos o sustituyeron a los hombres durante la guerra. Asimismo, se las contrataba para trabajos que antes se consideraban más allá de su “capacidad”. Incluían ocupaciones como deshollinadoras, conductoras de camiones y máquinas agrícolas y, sobre todo, obreras fabriles de la industria. En estos países implicados en la guerra un alto porcentaje de los trabajadores de las fábricas de armamento, en 1918, estaba compuesto por mujeres.
Es en este punto dónde nace nuestra inquietud acerca de la situación en la que la mujer hace su ingreso masivo al mundo laboral. Si bien es cierto que las condiciones de inequidad de género que vivían hasta ese momento les habrían despertado el deseo de una emancipación, lo que les abre las puertas concretamente es una necesidad de la sociedad toda, que la mujer, con la misma abnegación que mostraba en el hogar, salió a satisfacer.
Sin embargo no resultó fácil romper con los estereotipos de una sociedad patriarcal, en la que el estereotipo del varón prescribía: ser independiente, fuerte, autoritario, buen proveedor y sostén del hogar y de los hijos; capaz de imponer su autoridad en la familia de la que era Jefe indiscutido y único administrador del dinero.
Esta ideología tan arraigada hizo que, al finalizar la guerra, los gobiernos se dispusieran con presteza a desplazar a las mujeres de los puestos de trabajo que, con anterioridad, las había alentado a asumir. En 1919 había 650.000 mujeres desempleadas en Inglaterra, mientras que los salarios de las que aún trabajaban disminuyeron. Los beneficios del trabajo para las mujeres, debidos a la Primera Guerra Mundial, al parecer, tuvieron corta duración. A pesar de lo cual, fue esta guerra la que inició el gran cambio.
La Segunda Guerra Mundial produce una nueva revolución industrial. El modelo fordista y la implementación de la línea de montaje que optimizan y manejan los tiempos, despersonalizan al sujeto y éste pasa a ser una extensión de la máquina. Debido a esta nueva situación la mujer es aceptada en las fábricas con menor resistencia que en épocas anteriores.
Después de esta segunda guerra se produce un gran cambio de cosmovisión. El relativismo cultural cambia los valores y comienza una nueva era de rebeldía hacia la tradición, la familia y la religión. En lo social, la liberación femenina y la liberación sexual; en lo político, la equiparación de derechos y obligaciones legales, con el voto la mujer se convierte en un sector importante a ser considerado por los políticos; en lo económico, la entrada de la mujer en el mercado laboral.
Este cambio de mirada hacia la mujer ya sea como integrante de la sociedad, ya sea como miembro de la familia dio origen a una nueva construcción simbólica. En lugar de reducirse a su papel de esposa o madre, la mujer se individualizó y gracias a ello logró una cierta autonomía e independencia de la dominación paterna.
El nuevo orden económico generó enseguida formas de segregación sexual en la actividad laboral que se concretó, por una parte, en la adscripción exclusivamente femenina a las tareas reproductivas y, por otra, en la adjudicación de género a las actividades productivas (masculinas la mayoría, femeninas las menos), y al precio de la fuerza de trabajo, más barato el de las mujeres que el de los varones.
Es decir que, en lo familiar, estos cambios estructurales han afectado tanto los roles familiares como los roles genéricos. La sociedad pasó de una organización genérica sexista, a medida de los estereotipos tradicionales, a una concepción de género más igualitaria. Es decir, varones y mujeres participan de la vida pública y del trabajo y desarrollan rasgos instrumentales acordes para ello.
Ahora bien, creemos oportuno analizar uno de los “logros” alcanzados por la mujer en casi un siglo de luchas por la equidad genérica.
El cambio que consideramos más relevante es el que le permitió salir de su confinamiento y participar de manera más activa en la sociedad, el ingreso al mundo laboral y con ello al frenético ritmo que impone el capitalismo. La dependencia económica es una de las formas más comunes de dependencia y subordinación de la mujer al hombre y que todas han aprendido de generación en generación, de madres a hijas.
Sin embargo, el acceso a un puesto de trabajo no siempre es sinónimo de independencia, ya que existe una gran cantidad de factores sociales y culturales que la complejizan y dificultan.
En primer lugar, este gran cambio no ha sido suficientemente acompañado por una modificación de actitud y mentalidad de la sociedad toda. Esto es fácilmente observable en la gran cantidad de dificultades que muchas mujeres deben sortear casi a diario. A pesar de que la mujer está cada día mejor preparada, y que el porcentaje de universitarias y post-graduadas es incluso superior a la de muchos hombres, en la práctica, su acceso a las cúpulas de dirección de las empresas continua siendo muy difícil. Incluso en la administración pública, donde la igualdad de condiciones en el acceso a los puestos de trabajo ha puesto de relieve la ventaja progresiva de las mujeres con respecto a los hombres, las dificultades para la promoción son evidentes, a lo que debemos agregar el hecho, en muchos casos, de un menor salario por el mismo trabajo. Sigue en boga la creencia de que el trabajo femenino se paga con amor.
En este punto cabe tener en cuenta la expresión techo de cristal, metáfora cada vez más popular, que hace eco de la existencia de un obstáculo invisible que impide el progreso profesional de las mujeres especialmente en aquellos casos en que éstas se aceran a posiciones de mayor jerarquía. La idea de invisibilidad se justifica porque si bien su existencia no es explícita, sus consecuencias son muy visibles, tal como lo demuestran el bajo índice de mujeres ocupando cargos directivos, diferencias salariares en iguales condiciones de trabajo, etc.
El uso de esta metáforas nos impulsa a pensar en la realidad en la que estamos viviendo y en la necesidad que con ello se nos impone, de investigar la trama que se oculta detrás de ella a fin de poder implementar nuevas políticas organizativas.
Por otro lado el papel que culturalmente tiene asignado la mujer en el ámbito familiar reduce su disponibilidad para dedicarse a la vida profesional. En este sentido, las circunstancias familiares pueden constituir un obstáculo para la mujer emprendedora madre de familia. Concretamente, la maternidad, en las empresas privadas continúa siendo un factor de discriminación.
Mientras que la mujer organiza su tiempo buscando un equilibrio entre la vida privada y laboral, los hombres dedican la mayoría del suyo al trabajo. Por esta razón es preciso instaurar un cambio radical en los valores culturales para llegar a modificar esta mentalidad, porque en la actualidad la mujer continúa siendo “prisionera” de obligaciones que deberían ser compartidas.
Existe un desequilibrio entre el grado de intensidad con que el hombre y la mujer se dedican respectivamente a su vida profesional. Nos percatamos de que mientras el hombre consagra la mayor parte de su tiempo a la profesión, la mujer ha de dividirse entre la familia y el trabajo. El hombre le delega las obligaciones familiares. Es decir que la mujer sumó su jornada laboral a la carga doméstica cotidiana.
El trabajo se convirtió en una actividad unilateralmente sexuada lo que desencadenó en la reconceptualización de la "parentalidad" a fin de explorar las nuevas relaciones entre el trabajo profesional y las cargas familiares entre hombres y mujeres. Lo paradójico de esta nueva realidad es que la paternidad, en cuanto a sueldos y promociones en el ámbito laboral, beneficia a los varones, mientras que la maternidad suele perjudicar a las mujeres.
Pero existen también obstáculos en la propia esencia del ser mujer, en la dificultad que la misma mujer tiene para desprenderse de sus estereotipos. En cierto modo se ha visto obligada a esconder sus capacidades, a ocultarse a fin de no menoscabar el sentimiento de virilidad del varón. El trabajo asalariado, la ambición, el poder, el manejo del dinero son, por imposición cultural, características distintivas y propias del varón. Estos estereotipos son la causa por la que una mujer ambiciosa es llamada “masculina” mientras que el hombre ambicioso el considerado un “triunfador” y la vergüenza y la culpa en relación al dinero se perpetúan en mujeres que pertenecen a una sociedad que lo valora.
Por esto es que no se trata tan sólo, para la mujer, de acceder al dinero sino que también tiene que poder sentirse con derecho a poseerlo y, libre de culpas, a administrarlo según su propio criterio.
Cabe aclarar que la sensibilidad de la mujer frente al dinero no está dada por el dinero en sí, sino por el poder simbólico del mismo, ya que es, ese poder, el responsable de la división jerárquica de género.
En este punto nos encontramos nuevamente frente a una de las tres fuentes del sufrimiento humano, mencionadas por Freud en su texto “Malestar en la Cultura”: nuestra incapacidad para regular nuestras relaciones ya sea con la familia, con la sociedad o con el Estado, palpable en el fracaso de nuestras instituciones y estructuras organizacionales en lo que se refiere a bienestar.
El concepto de cultura, según Freud, como la suma de producciones e instituciones que nos aleja de nuestros antecesores animales y que atiende a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones humanas es aplicable también a este gran cambio que estamos presenciando. Si tenemos en cuenta que dicho cambio se encuentra imbricado a otra serie de factores como son los nuevos conceptos de continuidad, temporalidad, territorialidad, modelos de producción, etc. podremos comprender, al menos en parte, el sentimiento de malestar que parece cubrir a modo de un gran manto la postmodernidad. Es que las políticas públicas que van de la mano del progreso provocan diversos padecimientos entre ellos la pérdida del sentimiento de seguridad que brindaba la solidez y, por qué no, la rigidez característica de la modernidad.
CONCLUSIÓN:
A lo largo del trabajo fuimos observando cómo los distintos factores ya sea sociológicos, filosóficos y políticos, como económicos se van entramando y forman una especie de entretejido sobre el cual se van construyendo las nuevas estructuras sociales. Por otro lado pudimos comprender que todo aquello que regula la vida de los individuos y las relaciones entre ellos, son construcciones simbólicas.
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